Temía quedarse más tiempo del conveniente, pero lo cierto es que estaba tan a gusto en aquella terraza que se pasaría la mañana entera allí. El sol le acariciaba la cara donde el sombrero lo permitía y lo llenaba de una adormecedora calidez. Otras personas ocupaban las mesas a su alrededor y todos parecían disfrutar del buen tiempo propio del lugar.
No podía quedarse más allí, pero lamentaba de veras tener que irse. Una misión lo había llevado en esta ocasión a un hotelito entre viñas en la región de Requena-Utiel, famosa por sus caldos.
Apuró el último sorbo de vino, lentamente, saboreándolo. No sabía nada de vinos, pero el intenso color cereza de aquel tinto, su aroma afrutado y su sabor lo habían conquistado. El camarero le había explicado que era de los mejores, hecho con uva de la variedad Bobal, casi exclusiva de esas tierras.
Miró el maletín que, en la mesa, acompañaba a la copa ya vacía. El intercambio de documentos se había hecho según las condiciones fijadas y con toda normalidad. Después vendría la tarea más compleja de descifrado, pero eso ya no le incumbía. Él nunca sabría qué ponía en esos papeles que le habían entregado en un sobre cerrado.
Pese a que no había detectado movimientos sospechosos y podría asegurar que no le habían seguido, resultaba peligroso permanecer allí más tiempo del estipulado, deleitándose con el sol, el paisaje y el buen vino. Una pena. Se levantó, cogió el maletín, pagó al sonriente camarero y se fue, deseando que el próximo encargo lo llevara a un lugar tan agradable como aquel.
Mientras salía, un hombre con gafas de pasta que estaba en una esquina de la terraza no le quitaba ojo. Se levantó también y le siguió a una prudencial distancia. Ambos eran parecidos, se dedicaban a lo mismo pese a que estuvieran en bandos contrarios. Pero a diferencia del hombre del sombrero, el de las gafas no lamentó tener que marcharse de allí. Sin duda no había probado el vino.
Rosaura Ruiz Gallego, Paiporta (Valencia)
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