El despertador empezó a sonar pero ya hacía tiempo que mis ojos abiertos observaban el amanecer, los rayos de sol jugaban a través de mis cortinas dibujando caprichosas formas encima de mi cama. Dirigí mi mirada hacía el despertador y con un movimiento rápido lo apagué, dando comienzo al día que tantos meses había estado esperando.
No podía pedir más, el sol se dejaba ver y sus rayos aunque tímidos calentaban un mes de febrero que estaba siendo más duro de lo normal. No perdí ni un segundo y antes de lo calculado el aire azotaba mi cara y el frío empezaba a calar entre mis huesos. Pero sin embargo no lo sentía ya que en mi cabeza sólo había un pensamiento, un destino, una opción posible, y esa era la de descubrir nuestro pequeño refugio y la de volver a sentir que tantos meses de espera volvían a valer la pena.
Puse el intermitente y conduje mi moto por una estrecha carretera que serpenteaba y se perdía entre un mar de viñas castigado por la nieve y el hielo. Me dejé llevar por el increíble paisaje, me perdí entre viñas centenarias que parecían dormidas a la espera de la primavera, entre lomas que escondían tras de sí campos blancos de nieve de los que parecían surgir largos sarmientos a la espera de ser podados. Entre viñedos y viñedos alguna chimenea humeante me hacía ver que los refugios seguían vivos y que en su interior la gente esperaba a que la nieve les dejase paso en su día a día. Fueron sólo unos minutos los que me detuve para maravillarme con todo aquello, aquellas cepas que escondían dentro de sí miles de vidas diferentes y que gracias a sus uvas seguían escribiendo historias vendimia tras vendimia.
Tres curvas más y pude ver en el fondo del valle, entre dunas de nieve, una pequeña casa que desprendía una luz tenue y acogedora en su interior, tras la ventana se escondía un fuego tentador avivado por una silueta que sostenía en una de sus manos una copa y que llevaba lentamente a su boca, finalmente la chimenea humeante me decía que ya estabas allí y que cuando entrase volverías a sorprenderme con tu mirada, con tu sonrisa, con tu “ te estaba esperando” . Y volvió a pasar y como si de la primera vez se tratase, volvimos a rodearnos frente la chimenea, volvimos a tener conversaciones incansables llenas de risas y melancolía, silencios llenos de sentimientos sólo rotos por el sonido del vino vertiéndose en nuestras copas y brindando por nuestro pequeño refugio que nos alejaba de la rutina y nos permitía descubrir este mundo que tanto nos gusta y en el que sólo nosotros dos somos los protagonistas con un solo cómplice que nos hace a la vez de celestina, el vino.
Y así nos volvimos a despedir mirando por la ventana un blanco manto de cepas que sabíamos volveríamos a ver dentro de algunos meses y que entonces sus colores verdosos, amarillentos y rojizos nos indicarían que una vez más valió la pena esperar 6 meses para volver a sentirte cerca de mí dentro de aquella pequeña casa que hicimos nuestro hogar furtivo.
Jorge Sáa González, Valencia
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