El cacareo de las gallinas y los primeros rayos del sol sobre las tierras de Utiel, despertaron al joven guerrero casi al alba. Recordó el sueño que había tenido y sonrió interiormente. Aquel muchacho de piel almizclada, tenía plena seguridad de que era un sueño premonitorio; hacía un año que se repetía esa ilusión y la clave siempre era la misma, se visualizaba en medio de un festín y quedaba hechizado por una mujer a la que jamás había conseguido verle el rostro. Nunca supo si era árabe como él, o cristiana o mozárabe. En el sueño, siempre aparecía vestida de rojo, columpiando en sus manos una copa de un delicioso vino de Requena y con un olor a incienso envolviendo la situación. Soñaba que la besaba con una pasión irrefrenable y aquel caballero estaba convencido de que era una señal del destino.
Al abrir los ojos, acarició su espada; con la que ambicionaba ser un guerrero rico y poderoso. Se puso en pie y fue directo al atrio de la cabaña, en donde le habían dejado un mensaje. Era de su señora; una acaudalada dama mozárabe de la región, que aún conseguía amilanarlo cuando estaba delante de su palacete y él no encontraba el valor para cruzar el umbral. Le sugería que asistiese a un festejo público en su representación y aunque no le apetecía ir, pero le debía obediencia, así que se apresuró a lavarse en las aguas del río Magro y eligió el único traje de gala que tenía, una camisa sérica y una mutebag con una perfecta media luna bordada en el centro de su pecho.
Llegó al sitio señalado a lomos de su corcel, solo, como siempre. Aún no comprendía qué hacía allí. Todos llevaban unos curiosos velos que les cubría el rostro y nada más poner sus pies en el lugar, uno de sus extraños presentimientos le hizo estremecer. Se dio cuenta que iba vestido igual que en el sueño recurrente y que a su alrededor olía al mismo incienso sugestivo. Cuando entró, esbozó una sonrisa y comenzó a buscar a la mujer de sus sueños, ésa que tanto placer le había regalado mientras dormía. Todas aquellas doncellas iban impregnadas con ese olor, el que recordaba cada mañana después de soñar con esa enigmática mujer. La tarea era ardua, pues había más de cien mujeres enmascaradas y desprendiendo esa maldita esencia que extasiaba sus sentidos. ¿Cómo podía identificarla? El iba vestido de igual forma, el olor que se paseaba en grandes vaharadas era el mismo y centenares de copas danzaban de lado a lado. Estaba seguro de que ahí estaba ella, esperándole. Desde su ángulo de visión, localizó a tres enmascaradas vestidas de rojo, las únicas que se habían atrevido a lucir túnicas tan provocativas. El cerco se iba reduciendo mientras él seguía vigilando qué tipo de copas llevaban en esas bandejas plateadas. Él sabía que ella tomaría ese caldo mozárabe de mágico dulzor. Llegó el momento de servir las copas. Iban camino de la mesa de las mujeres de rojo. Sin dilación, se dirigió a un criado y le pidió ser él quien las sirviera. Colocó, estratégicamente, dos copas de mosto y una de ese vino legendario. Agachó la cabeza, inspiró profundamente y puso en el tablero las bebidas indicadas. Si la mujer de sus sueños estaba allí, elegiría el vino de Requena. Cuando llegó, permaneció detrás de ellas, callado, como el condenado que va camino del patíbulo. Escogieron las tres copas, fue valiente y alzó la mirada. Aquí estaba, a escasos centímetros de él, de espaldas, con el pelo recogido, balanceando el cáliz con sus dedos y haciendo que su corazón latiera efímeramente. Se retiró el velo, se giró y por fin la pudo ver. <<Mi mejor servidor… qué hace aquí…>> le dijo su señora. ¡Por Aláh! Había tenido a la mujer de su vida delante y no se había dado cuenta en todo este tiempo. La tomó de la mano y la acompañó a un salón contiguo. Cuando la tuvo de frente, decidió besarla, pero antes, un joven emisario le trajo un segundo mensaje. En el texto, el rey Almohade, su rey, le ordenaba que matase a la dama mozárabe. En recompensa, todos los terrenos de ella, Requena y Utiel, pasarían a sus manos.
Todo había sido una trama. La pugna entre sus sentimientos y su ambición no tardó mucho en decantarse, desenvainó la espada y se postró de rodillas ante su señora, la miró a los ojos y le suplicó un beso. Ella le exigió que antes de rozar sus labios, tendría que compartir un sorbo de su elixir. La felicidad lo embargó al corroborar el dulzor de su saliva y el paladar de ese vino afrodisiaco que lo arrastraba al letargo más absoluto. En ese instante y cuando creía haber conseguido su objetivo, volvió a escuchar el chispeante canto del gallo. De nuevo había sido un sueño, pero ya había descubierto quién era la dama de sus ilusiones. No podía perder más tiempo; se levantó de aquel camastro, se vistió con su media luna y subió al palacete. Accedió a sus aposentos y le ofreció una copa de ese vino mágico. Ella le sonrió y por primera vez, él se atrevió a cruzar el umbral de aquella estancia. La joven le regaló sus besos dulcificados y él la defendió hasta su muerte, como si de una reina se tratase. El sueño del caballero de la media luna, del vino, y la dama del Sol, se estaba haciendo realidad. Acabó aprendiendo que si es bueno vivir, todavía es mejor soñar, y lo mejor de todo, despertar. -FIN-
Antonio Jesús García Pereyra, Málaga
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