lunes, 3 de mayo de 2010

VIDAS DE VIDES

Hoy Andrés, a sus 65 años miraba con una extraña mezcla de melancolía y orgullo las perfectas hileras de viñas que se extendían a lo largo de varias hectáreas. Fue su bisabuelo, Pepe quien adquirió aquellas tierras sobre 1880 y quien con grandes sacrificios escribió en el suelo con surcos certeros el destino de la familia Molina. Pronto llegaron los primeros beneficios; la inauguración de la línea Valencia-Utiel dio el impulso definitivo, pues toda la producción pudo empezar a ser transportada al puerto de Valencia. Andrés sonreía al pensar en aquel bisabuelo al que solo conocía por un retrato que se hizo cuando su fortuna ya estaba asentada. Aquel hombre inteligente y valiente dejó las bases de lo que sería el negocio familiar.

Andrés empezó a pasear por el viñedo deteniéndose de vez en cuando para comprobar el estado de algún racimo al azar. Éste sería un buen año. No como aquellos en los que el abuelo Antonio tuvo que hacer frente a la filoxera. En aquella difícil tesitura, tomó la arriesgada decisión de dedicar el resto de su patrimonio a comprar nuevas tierras y repoblarlas. Y, paradójicamente, así consiguió que “Vinos Molina” no fuera a la ruina. ¡Qué valiente había sido! A él sí que lo conocí; me regalaba caramelos de anís cada vez que me veía y me decía que sería un digno continuador de la saga. A mí aquello me hacía mucha gracia, porque lo decía todo serio y yo no sabía qué quería decirme.

Siguió por la tierra llana concentrado en sus ensoñaciones y disfrutando de la tibia puesta de sol. Le asaltó el recuerdo de su padre y cómo tuvo que sufrir grandes sinsabores, pues la extensión del viñedo había alcanzado varios cientos de hectáreas y era muy difícil gestionarlo todo de manera efectiva. Quería mucho a su padre, Juan, pero él no tenía mucho tiempo para dedicarle. Se levantaba siempre antes del amanecer y se iba y no regresaba hasta que yo ya llevaba un rato en la cama. Intentaba quedarme despierto y alguna vez lo conseguía para disfrutar de ese “buenas noches, hijo, te quiero”. Luego me acariciaba el pelo, me arropaba cariñosamente y se marchaba de puntillas para no hacer ruido. Aquellos escasos segundos eran suficientes para Andrés y aunque echó de menos la presencia física de su padre durante todos los años de su vida, siempre se sintió acompañado y protegido por él.

Las nubes eran cada vez más oscuras. Andrés disfrutaba de aquel último atardecer. Era lo mejor de sus jornadas laborales. Aquellas explosiones de rojo, naranja, rosa, amarillo, azul de tonalidades infinitas solo las había visto en sus viñas de Utiel. Él sabía que había tenido suerte y que lo único que había hecho por el negocio familiar era continuarlo sin grandes cambios. Es cierto que tuvo que reciclarse, que tuvo que contratar a enólogos y químicos, que tuvo que informatizar las instalaciones, pero le parecía un trabajo muy cómodo y alejado de la tierra; habría preferido trabajar más con sus manos como sus antepasados. No obstante, había llegado el día de su jubilación y a partir de mañana, su hijo se haría cargo de la empresa. Tenía grandes proyectos: aumentar la producción de reservas, construir dos o tres casas rurales en las inmediaciones, atraer a turistas extranjeros gracias al enoturismo,… Alejandro aún era joven y disponía del empuje suficiente para renovar y diversificar la empresa. Seguro que le iría bien.

José Luis Castellanos Segura, Ciudad Real

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