lunes, 3 de mayo de 2010

EL GUERRERO Y EL PARAÍSO

El vino es el amigo del sabio y el enemigo del borracho. Es amargo y útil como el consejo del filósofo, está permitido a la gente y prohibido a los imbéciles. Empuja al estúpido hacia las tinieblas y guía al sabio hacia Dios. Avicena.

El guerrero almorávide supura amor por los cuatro costados; blande al cielo su cimitarra refulgente cercenando primero la brisa y después el arco del sol naciente en dos mitades, tras la continuada serranía abrupta, sobre la Hoya de Buñol, a las puertas de Alborache. Las yeguas árabes, por decenas, han bordeado las hectáreas uniformadas en hileras de cepas marciales, respetándolas, y aquéllas, estilizadas y briosas, oprimidas por el bocado, con las pupilas titilando (presagiando una orgía de sangre), piafan nerviosas preludiando la tragedia. Al oeste, reverdece un baldío río que se mece inversemblante en el silencio apócrifo del viento y que hubiera querido tener el magnetismo del Júcar. Al norte, en medio de la hondonada, el campo de batalla, una inmensa pradera sesgada a intervalos por calveros de terreno calcáreo, un campo de batalla que, espera los ojos ensartados, los muñones sanguinolentos, las heridas abiertas en los vientres como bocas del diablo…

El guerrero almorávide, altivo en la penuria, a lomos de un alazán más noble que Babieca, escuchará silbar las temibles lanzadas que infructuosamente esta vez buscarán cuellos del que penda una cruz de plata… y recuerda, con una mitad chispa de fuego y otra mitad lágrima de agua brillando en medio de la retina, sus paseos con su enamorada por La Canal de Navarrés, por el laberinto de la luna llena, por los seductores racimos apretados, por la ribera del río Escalona que moría en el mismo Júcar, por los innumerables pozos abiertos, por los contornos de los lagos serenos, por los desfiladeros suicidas, por las torrenteras vertiginosas, imaginando los ojos rotundos de la naturaleza que fueron cómplices y testigos de sus lances amorosos, memorables entre las cepas. A su amada mozárabe la han matado, hace menos de diez lunas, fue una afilada espada cristiana que se llevó el pecho del corazón, de un solo tajo, un tajo que bebía de la envidia de sus viñas, que no admiraba ni el cielo de su paladar ni el infierno de su belleza.

El guerrero almorávide observa en lontananza, bajo la falda fría de la montaña, cómo se recorta negra la silueta interminable de los combatientes cristianos con caballos levantinos, por centenas, embrutecidos, según la leyenda alimentados con infantes musulmanes y bereberes, équidos vanidosos y ufanos que anuncian la victoria alzando las patas delanteras, que anuncian la victoria con relinchos provocadores que lindan con la humillación en medio de una brisa matutina que no acaba de disiparse, y, observa también, sobre un peñasco prístino, al cruel Don Rodrigo, jactándose, robando el viento perspicuo del sur con sus pulmones de acero, encumbrado en agasajos reverenciales desde ese otro lado, ese hombre correoso está arengando a sus huestes mientras se ajusta el yelmo, incita a la algazara junto a la base de los acantilados filosos, con revoluciones intestinas en el bajo vientre que ascienden hasta una boca plena de espumarajos, ensalivada de injurias envenenadas que le sobrevienen una y otra vez a la lengua áspera, y azuza a sus fieles vasallos a que no dejen moro con cabeza sobre los hombros, va a ultimar la Reconquista de Valencia tras el asedio de diecinueve meses y medio, es… la batalla final.

Corre el 15 de junio de 1094 y el guerrero almorávide no lo hace por Alá, ni por el Alto Mando del Califato, ni por la gloria militar..., allí están todos conminados por el estupor de la políticas territoriales y religiosas; lo único que lamenta innecesariamente es que, con su última contienda hacia la muerte, su particular sultana, la mujer más dulce que los higos con vino, que la miel con vino, que las nueces con vino… rechace desde el seno ausente del desdén la ofrenda de su vida, sus latidos de luz en el más allá, tras el trance; frenarán el avance de sus huestes militares, frenarán sus mesnadas de coraje heroico, frenarán hasta las últimas consecuencias su empuje sentimental hacia el encuentro, cuando el relumbrón del amanecer ya esté en su apogeo; aunque al Amor, no podrán derrotarlo esos cristianos bárbaros, y es así como piensa el guerrero enamorado, desde el fondo más profundo de sus entrañas, desde el fondo más profundo de su alma.

El guerrero almorávide se ajusta el turbante de mártir honroso, voltea su cimitarra hasta hacerla un huracán y espolea su puntiagudo talón de yerro en la carne musculosa de su yegua árabe, hermosa como la Libertad, ésta, tan excelsa y deseable como los besos de los labios de vino de su amada mozárabe que, solícita, lo espera bañándose desnuda en el Paraíso, bajo la cascada de vino, privilegio de los ensueños más delicados, más deliciosos. En el edén, la copa está servida.

 

Setarcos, Viladecans (Barcelona)

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