LA ÚLTIMA UVA de Carlos Espinosa
Al pie embarrado le siguió su contrario, y después, inclinado sobre aquella tierra como el árbol que crece castigado por el viento, Andrés cimbreó su cuerpo nervudo en un difícil equilibrio mientras afrontaba la última cepa de la cosecha. Estaba exhausto y necesitó respirar hondo. Los calambres en las piernas amenazaban con derrumbarlo, en la espalda recibía punzadas cada vez más prolongadas, y los brazos, envueltos en piel abrasada al igual que el cuello y la cara, mostraban manchas de sangre, de cortes, de heridas, de todo aquello que habla de la lucha desigual entre el hombre y la cepa, entre el dueño y la tierra.
El cielo purpurado anunciaba el fin del día, así que se apresuró a hundir la tijera en aquella vida de madera y cortó con decisión, como siempre habían hecho su abuelo y después su padre. Un racimo cayó sobre la mano que esperaba el fruto. Luego, otro. Y otro. Y otro. Los arrojó sobre el capazo rebosante y volvió a tomar una bocanada de aire limpio. Dejó entonces que las tijeras se hundieran en el suelo, y a continuación cedió a las quejas de su cuerpo y se desplomó sobre la tierra cerrando los ojos. Había terminado. ¡Por fin! No pensaba que aquellos serían los veinte días más duros de su vida. Había desoído la advertencia de su hermana, que le había llamado al despacho de la planta 20 desde el que gobernaba su empresa de ingeniería industrial. «Mi piel olvidará por unos días la alpaca de estos trajes», sentenció para acallarla, y después, con mayor suavidad, abandonando el tono que utilizaba con sus empleados, le dijo que realmente lo deseaba, que si aquel verano tenía que vendimiar con sus propias manos las tierras de San Antonio era porque necesitaba reencontrarse con sus raíces.
Abrió entonces los ojos y comenzó a llorar. Por primera vez se sentía débil y vulnerable como un pájaro roto. Se daba cuenta de que aquellos trabajadores de la tierra a los que siempre había mirado con superioridad, sus propios padres incluso, habían sido realmente admirables, gentes abnegadas, héroes anónimos. Y más aún: vio su existencia hasta aquel mismo instante como algo fútil, un todo de vanidad en el que no dudó en incluir los dos chalets, la lista de coches, el golf, los restaurantes caros en los que le reservaban siempre su mesa junto al fuego cuando el invierno blanqueaba el paisaje.
Sin embargo, al poco sonrió. Lo hizo al descubrir una última uva que colgaba balanceándose por la suave brisa. Al contemplarla bajo el postrero haz de luz anaranjado con el que se despedía el día, mientras se acercaba a ella y acariciaba la piel de seda de aquella minúscula esfera, comprendió que aquella tierra fértil no le pertenecía, sino que era él quien pertenecía a la tierra, que se hallaba fundido a ella, formando un solo cuerpo de sangre y de alcohol, de huesos y de raíces. No la cortó, porque aquello habría significado completar la vendimia y se consideraba indigno de igualar la labor de tantos y tantas mujeres del campo.
Por ello, cuando se encaminó hacia el hogar de su infancia, reconvertido ahora en casa rural, y desde su habitación se apoyó en la barandilla de forja desde la que solía contemplar la vega del río Magro con esa libertad que sólo puede proporcionar la despreocupación infantil, notó que sus labios necesitaban decir algo importante y se abandonó a ellos. Levantó para ello la cabeza hacia el lugar del cielo en el que siempre había situado imaginariamente a sus padres:
-Me quedo aquí para siempre –sentenció, y después volvió a sonreír.
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